Íbamos un fin de semana a buscar alimento en los bosques del medio Putumayo. Teníamos planeado atravesar el territorio que había sido habitado por nuestros congéneres hace más de un siglo. Allí nacieron y desaparecieron por la estrangulación social y la diáspora inducido por la barbarie de los patrones caucheros. Después de caminar más de cinco horas bajo las tupidas frondas –de riquísima historia, olores, colores y especies– caí en una trampa o tal vez pisé la línea inmaterial de un anillo de seguridad –diseñado para proteger el canasto de la sabiduría que pervive en su entraña, los vestigios aún de pie y la resonancia de las canciones dedicadas a la naturaleza y al triunfo de la vida–  que, en menos de un segundo, abrió sobre nuestro alrededor una ráfaga de rayos incandescentes y aterradores. No cayó sobre nosotros porque mi padre tenía el sello de la milenaria cofradía.

No te asustes hijo, el espíritu protector de nuestros antepasados no te ha reconocido. Ven aquí para decirle que eres parte de la familia –dijo mi padre mientras quemaba un poderoso cigarro de su hechura– de lo contrario la encendida tormenta no cesará. El potente humo de tabaco envolvió mi cabeza por varios minutos. Fumaba y alternaba con invocaciones de calma a nuestros antepasados subyacentes en la sagrada montaña –con los ojos enfocados por debajo del dosel humeante y azotado por la estrepitosa sucesión de descarga eléctrica– afirmaba mi pertenencia al clan murui muinane y pidió perdón por no haber advertido mi presencia. El cielo recobró el admirado azul en un cerrar y abrir de ojos, como si una colosal mano retiró el manto oscuro de la tempestad.

Abrigado por el sosiego pregunté qué pasó. Cómo el mediodía radiante desapareció repentinamente si no había señal alguna de inminente borrasca. Con quién hablaste.

Este lugar –me dijo– es sagrado. El cacique ordenó, antes de huir con su pueblo, el establecimiento de un mecanismo prodigioso de protección concéntrica cuyo núcleo conformado por la maloca y las zonas circundantes deberán ser impenetrable e inalcanzable por personas extrañas. La avidez de los cazadores y buscadores de madera fina no pudieron remontar jamás el portentoso parapeto y la vida que en ella existe eclosionaron felices por mucho tiempo. En adelante podrás ingresar a esta tierra sin problemas, tienes el salvoconducto otorgado por tus abuelos, de por vida.

Después de treinta años, en el río Tapiche, tuve el privilegio de escuchar una excitante e inquietante historia que hizo renacer el recuerdo de aquel mediodía de inclemencia y estupor, pero también de esperanza. Esperanza se llama la valiente comunidad que dibujaba en una asamblea el tamaño del territorio donde viven, relieve, zonas de caza y de reserva, sitios históricos, lugares depredados y extraordinarios. Aquí vive nuestra sachamama –dijo con natural soltura el apu– y dibujó la figura del animal en el papel. Mi imaginación desprendida empezó a dar forma a la bestia de acuerdo a los relatos populares.

¿Cómo sabes que es una sachamama?

Hace mucho tiempo que sabemos de él –el brillo de sus ojos expresaba honestidad y respeto por el ofidio que, según los expertos ancestrales, posee el dominio del agua y de la tierra– pero nunca pudimos acercarnos tanto. Intentamos varias veces, pero fuimos repelidos por relámpagos de alto voltaje, lluvias intensas y nubes que cegaron el sol. Nuestros chamanes tienen muy buena comunicación con el abuelo sachamama, es nuestro amigo y protege este vasto territorio. El día que nos abandone esta tierra quedará desprovista de la abundancia conocida y de la orientación espiritual y sanatorio, concluyó.

He pedido a Dios que libre de todo tipo de plagas a esta comunidad y muchas otras comunidades que coexisten con la naturaleza en armonía y reciprocidad. La comunidad de Remanso está conformada por más de 100 habitantes, no tiene escuela, botiquín ni medio de comunicación.

Por: Jorge Pérez Rubio

http://irapay.blogspot.com